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ISSN 1989-4163

NUMERO 06 - OCTUBRE 2009

 

El Pino de Joan Miró

Xisco Fuster

Según la definición de tropismo, los seres vivos sujetos a tierra responden a un estímulo con un movimiento. Las raíces de los vegetales crecen hacia abajo en busca de minerales, y los tallos y sus ramas lo hacen hacia el cielo buscando la luz. Yo, que no soy un vegetal, también debería conocer cuál es mi estímulo vital, aquél por el que merece la pena vivir, para saber hacia adonde debo dirigirme.

Se me ocurría esta urgencia animal racional entre los pinos de la pequeña explanada de la casa en la que había vivido Joan Miró, el pintor, una noche de verano, la noche de San Juan. Eran las diez y media y todavía no había cenado. El pequeño concierto de música popular mallorquina debía haber acabado a las nueve y media. Pero anunciaron un bis otro bis de bis más bis.

Resignado, apoyé mi hombro en el grueso tronco de uno de los pinos y tendí la mirada a la izquierda. Deduje el mar más allá del último árbol de la explanada. Meneaba la cabeza, como si eso me permitiera ver más mar detrás de las ramas. Pero sólo existía la exuberancia negra de la noche, sin perla luminosa en medio, indistinguible el mar del cielo.

Reparé en una rama díscola del último pino. Me sonaba de algo, yo la había visto antes. La rama nacía del tronco hacia el suelo. Gruesa, parecía haber estado jugando en su niñez ignorando el cielo. Después había dado la vuelta, sí, curvándose, se puso a seguir creciendo hacia el tronco del que había brotado y, al encontrarse con él, lo había rodeado con sus últimas finas ramas, ahora secas. Y ahí se quedó, paralizada, como último testimonio de su existencia incoherente. Si pudiera preguntarse algo a sí misma, la rama se habría preguntado, ¿qué hago aquí abrazando a mi padre?

Entonces me di cuenta, ese trazo curvo es el mismo que dibujaba Miró una y otra vez en sus cuadros, una ce chata que mira a la izquierda
siempre mira a la izquierda
y
una estrella trenzada en las revueltas ramitas del extremo.

Esa rama prófuga... ¡era la luna!
la luna colgando de un pino.

Qué haces, me preguntó mi amiga. Nada, le contesté, trataba de imaginar qué le sucedió a esa rama. Se la mostré y se la dibujé en el aire con la punta de mi índice y le expliqué la paradoja. Le trasvasé la pregunta a la que no hallaba respuesta: ¿por qué la rama cambió de opinión?, ¿por qué creció hacia el lado opuesto a la vida, dos veces, primero hacia abajo y después hacia el tronco? Quizá no eran más que dos preguntas retóricas, así que, sin esperar respuesta, fui a revelarle entusiasmado el gran descubrimiento de la forma de la rama y la luna tantas veces pintada por Miró. Pero ella contestó a las preguntas retóricas: Esa rama hace lo mismo que tú, que te pones a mirar un árbol cuando el escenario está delante.

De la misma manera, le contesté, prefiero verte desnuda que vestida con dieciséis prendas lujosas y los ojos cubiertos de sombra.

Y seguí absorto. Mirando la luna clavada en el tronco del pino.

Y mi amiga me miraba a mí mirando la luna,
mientras el público aplaudía a los del escenario.

 

 
 

El pino de Joan Miró

 

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